domingo, 23 de octubre de 2016

HISTORIAS DE MIEDO - EL ANILLO

¿Dónde podrá estar?

Los médicos me habían dado instrucciones precisas: tenía que quitarme cualquier objeto metálico que pudiera llevar encima antes de entrar en quirófano. Y eso hice. Me quité los pendientes y el anillo y los puse en el bolsillo pequeño de mi neceser. Recuerdo con claridad cómo presioné el velcro para cerrarlo perfectamente y cómo guardé la bolsita en el cajón de la mesilla justo antes de que el celador apareciese para bajarme a quirófano.

Desde la primera vez que le vi, aquel hombre me generó inquietud. Fue la noche anterior. Estaba deshaciendo mi pequeño equipaje para pasar una noche en el hospital cuando le descubrí mirándome desde la puerta. Tenía los hombros caídos y había algo en sus ojos que no supe identificar. Durante un rato no se movió ni pronunció palabra. Un rato lo suficientemente largo para hacerme sentir incómoda. Después se dio la vuelta y se marchó.

Ahora, ese mismo hombre venía a recogerme. Se acercó y se paró junto a la cama. Examinó mi rostro y recorrió despacio todo mi cuerpo con su mirada. Agradecí las sábanas y la fina bata de hospital que me cubrían. Me sentía escaneada por aquellos ojos siniestros. Y asqueada, de paso. Ya estaba lo suficientemente nerviosa como para que nadie viniera a empeorar la situación.

Tan solo me dijo dos cosas durante el recorrido. Su primera pregunta me desconcertó: “¿Te gustan los impresionistas?” “Sí”(¿pero qué c….?) pensé. Tras un rato de silencio, volvió a hablar, y el desconcierto se convirtió en alerta. “Siento lo de Ayla” había dicho en un tono neutro. ¿Cómo podía saberlo?

Ayla. Mi gatita. La había adoptado hacía dos años, cuando me mudé a esta ciudad huyendo de mi antigua vida y de una relación tóxica. Alquilé un apartamento viejo y pequeño, lo mejor que me pude permitir. Y no estaba tan mal. La habitación era amplia, tenía luz y unas vistas preciosas. Lo peor, las arañas. Me daban pánico y por eso adopté a Ayla. Era increíble. Las detectaba y bufaba inmediatamente. Así me prevenía y me sentía más segura.

Ayla había muerto quince días atrás, justo antes de que los médicos encontrasen un tumor en mi axila. Parecía benigno, pero la opción más segura era operar, me dijeron. Me sentía inmensamente sola, triste e insegura, pero decidí hacerlo lo antes posible. Quise creer que era una “cirugía menor”, así que ni siquiera avisé a mis padres. No quería hacerles viajar 400 kilómetros por nada.

Cuando desperté de la anestesia me encontraba bastante bien. Un par de horas después tenía hambre, así que pulsé el botón para llamar a la enfermera.

Mientras esperaba, saqué mi neceser de la mesilla. Abrí el bolsillo pequeño y me puse los pendientes, pero el anillo no estaba. Miré en todos los rincones, pliegues y compartimentos. Nada. Me incorporé con cuidado para poder registrar el cajón. Incluso me bajé de la cama para mirar debajo. Ni rastro.

La enfermera me recriminó que me hubiera levantado. Comprobó los puntos y me dio una pastilla. “Es para el dolor. Cuando pase el efecto de la anestesia.”

Le pregunté si alguien había entrado en la habitación mientras estaba dormida, pero respondió que estaba empezando turno y no sabía nada.

Hice repaso mental de todo lo ocurrido desde la noche anterior. No podía quitarme de la cabeza la voz del celador, su cara… y especialmente sus ojos. Dos ojos que volvían a escrutarme desde la puerta. Exactamente desde el mismo lugar donde le había visto por primera vez. ¿O tal vez no era la primera?

Nuestras miradas se encontraron y él hizo una mueca. ¿Era una sonrisa? Muy despacio, entró en la habitación. Llevaba algo en sus manos. Un bote de color rojo.

“¿Cómo te encuentras?”
“Bien, gracias” (¿qué pretendía que le dijera?)
“¿Echas algo de menos?”
“No sé a qué te refieres”

Dejó el bote sobre la mesilla y se sentó en la butaca que había junto a la cama. Miró por la ventana y comenzó a hablar sin mirarme.

“Has perdido algo muy valioso para ti y solo podrás recuperarlo enfrentándote a tu mayor miedo. Aquí está.”
“Aquí está, ¿qué?”
“Tu anillo. Dentro del bote.”
“¿Disculpa?” contesté indignada. “¿Quién eres tú? Y ¿por qué has cogido mi anillo?”
“Porque necesitas crecer. Ése es mi trabajo.”

No daba crédito a lo que oía.

“Eres celador de hospital. Tu trabajo es empujar sillas de ruedas y camillas.”
“Eso parezco, ¿verdad?. Pero tengo una misión más importante. Estoy aquí para ayudarte.”
“No necesito ayuda. Esta tarde me dan el alta y quiero que me des mi anillo.”
“Lo sé. Sé lo importante que es para ti. Por eso he escogido esta prueba.”
“¿Una prueba? ¿Te parece poco todo esto? ¡Devuélvemelo!”

Me miró sin decir nada más, se levantó y salió de la habitación.

Me sentía confusa y frustrada, pero no tenía más opciones, así que cogí el bote y abrí la tapa. Había docenas de arañas. Mi primer impulso fue saltar de la cama, pero un intenso dolor en el pecho me detuvo. Estaba apunto de cerrar el tarro cuando vi algo brillar en el fondo: ¡mi anillo! Tenía que cogerlo. Lentamente, introduje mi mano en el bote. Cuando mis dedos estaban prácticamente rozándolo, sentí un agudo pinchazo. Tenía una araña en el dorso de la mano.

Abrí los ojos. Una enfermera estaba manipulando mi vía. “No sé has hecho para que se te saliera la aguja. ¡Así el suero y los calmantes no llegan! He tenido que volver a ponértela otra vez. Ahora no muevas la mano” me dijo. “¿Por qué no duermes un poco más? Te han traído del quirófano hace solo media hora.”

¿Media hora? No era posible. ¿Había sido todo una pesadilla?

“¿Podría hacerme un favor?” pregunté.
“Claro, ¿qué necesitas?”
“Tengo un neceser en el cajón de la mesilla. ¿Me lo podría sacar?

La enfermera me dio el neceser. Con mi mano libre abrí la cremallera y el bolsillo pequeño.

Dentro, sólo encontré mis pendientes.


No hay comentarios:

Publicar un comentario