¿Dónde podrá estar?
Los médicos me habían dado instrucciones
precisas: tenía que quitarme cualquier objeto metálico que pudiera llevar
encima antes de entrar en quirófano. Y eso hice. Me quité los pendientes y el
anillo y los puse en el bolsillo pequeño de mi neceser. Recuerdo con claridad
cómo presioné el velcro para cerrarlo perfectamente y cómo guardé la bolsita en
el cajón de la mesilla justo antes de que el celador apareciese para bajarme a
quirófano.
Desde la primera vez que le vi, aquel hombre me generó inquietud. Fue la noche anterior. Estaba deshaciendo mi pequeño
equipaje para pasar una noche en el hospital cuando le descubrí mirándome desde
la puerta. Tenía los hombros caídos y había algo en sus ojos que no supe
identificar. Durante un rato no se movió ni pronunció palabra. Un rato lo
suficientemente largo para hacerme sentir incómoda. Después se dio la vuelta y
se marchó.
Ahora, ese mismo hombre venía a
recogerme. Se acercó y se paró junto a la cama. Examinó mi rostro y recorrió despacio
todo mi cuerpo con su mirada. Agradecí las sábanas y la fina bata de hospital que
me cubrían. Me sentía escaneada por aquellos ojos siniestros. Y asqueada, de
paso. Ya estaba lo suficientemente nerviosa como para que nadie viniera a
empeorar la situación.
Tan solo me dijo dos cosas durante el
recorrido. Su primera pregunta me desconcertó: “¿Te gustan los impresionistas?”
“Sí”(¿pero qué c….?) pensé. Tras un rato de silencio, volvió a hablar, y el
desconcierto se convirtió en alerta. “Siento lo de Ayla” había dicho en un tono
neutro. ¿Cómo podía saberlo?
Ayla. Mi gatita. La había adoptado hacía
dos años, cuando me mudé a esta ciudad huyendo de mi antigua vida y de una
relación tóxica. Alquilé un apartamento viejo y pequeño, lo mejor que me pude
permitir. Y no estaba tan mal. La habitación era amplia, tenía luz y unas
vistas preciosas. Lo peor, las arañas. Me daban pánico y por eso adopté a Ayla.
Era increíble. Las detectaba y bufaba inmediatamente. Así me prevenía y me
sentía más segura.
Ayla había muerto quince días atrás,
justo antes de que los médicos encontrasen un tumor en mi axila. Parecía
benigno, pero la opción más segura era operar, me dijeron. Me sentía
inmensamente sola, triste e insegura, pero decidí hacerlo lo antes posible. Quise
creer que era una “cirugía menor”, así que ni siquiera avisé a mis padres. No quería hacerles viajar 400 kilómetros por
nada.
Cuando desperté de la anestesia me
encontraba bastante bien. Un par de horas después tenía hambre, así que pulsé
el botón para llamar a la enfermera.
Mientras esperaba, saqué mi neceser de la
mesilla. Abrí el bolsillo pequeño y me puse los pendientes, pero el anillo no
estaba. Miré en todos los rincones, pliegues y compartimentos. Nada. Me
incorporé con cuidado para poder registrar el cajón. Incluso me bajé de la cama
para mirar debajo. Ni rastro.
La enfermera me recriminó que me hubiera
levantado. Comprobó los puntos y me dio una pastilla. “Es para el dolor. Cuando
pase el efecto de la anestesia.”
Le pregunté si alguien había entrado en
la habitación mientras estaba dormida, pero respondió que estaba empezando
turno y no sabía nada.
Hice repaso mental de todo lo ocurrido
desde la noche anterior. No podía quitarme de la cabeza la voz del celador, su
cara… y especialmente sus ojos. Dos ojos que volvían a escrutarme desde la
puerta. Exactamente desde el mismo lugar donde le había visto por primera vez.
¿O tal vez no era la primera?
Nuestras miradas se encontraron y él hizo
una mueca. ¿Era una sonrisa? Muy despacio, entró en la habitación. Llevaba algo
en sus manos. Un bote de color rojo.
“¿Cómo te encuentras?”
“Bien, gracias” (¿qué pretendía que le
dijera?)
“¿Echas algo de menos?”
“No sé a qué te refieres”
Dejó el bote sobre la mesilla y se sentó
en la butaca que había junto a la cama. Miró por la ventana y comenzó a hablar
sin mirarme.
“Has perdido algo muy valioso para ti y
solo podrás recuperarlo enfrentándote a tu mayor miedo. Aquí está.”
“Aquí está, ¿qué?”
“Tu anillo. Dentro del bote.”
“¿Disculpa?” contesté indignada. “¿Quién
eres tú? Y ¿por qué has cogido mi anillo?”
“Porque necesitas crecer. Ése es mi
trabajo.”
No daba crédito a lo que oía.
“Eres celador de hospital. Tu trabajo
es empujar sillas de ruedas y camillas.”
“Eso parezco, ¿verdad?. Pero tengo una
misión más importante. Estoy aquí para ayudarte.”
“No necesito ayuda. Esta tarde me dan el
alta y quiero que me des mi anillo.”
“Lo sé. Sé lo importante que es para ti.
Por eso he escogido esta prueba.”
“¿Una prueba? ¿Te parece poco todo esto?
¡Devuélvemelo!”
Me miró sin decir nada más, se levantó y
salió de la habitación.
Me sentía confusa y frustrada, pero no
tenía más opciones, así que cogí el bote y abrí la tapa. Había docenas de
arañas. Mi primer impulso fue saltar de la cama, pero un intenso dolor en el
pecho me detuvo. Estaba apunto de cerrar el tarro cuando vi algo brillar en el
fondo: ¡mi anillo! Tenía que cogerlo. Lentamente, introduje mi mano en el bote.
Cuando mis dedos estaban prácticamente rozándolo, sentí un agudo
pinchazo. Tenía una araña en el dorso de la mano.
Abrí los ojos. Una enfermera estaba
manipulando mi vía. “No sé has hecho para que se te saliera la aguja. ¡Así el
suero y los calmantes no llegan! He tenido que volver a ponértela otra vez.
Ahora no muevas la mano” me dijo. “¿Por qué no duermes un poco más? Te han
traído del quirófano hace solo media hora.”
¿Media hora? No era posible. ¿Había sido
todo una pesadilla?
“¿Podría hacerme un favor?” pregunté.
“Claro, ¿qué necesitas?”
“Tengo un neceser en el cajón de la
mesilla. ¿Me lo podría sacar?
La enfermera me dio el neceser. Con mi
mano libre abrí la cremallera y el bolsillo pequeño.
Dentro, sólo encontré mis pendientes.
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