Mi padre ha cumplido hoy 75 años. Al pie del cañón, y lo que le queda. Escribí este relato para un concurso (no se me dan los concursos de escritura, qué se le va a hacer) y hoy se lo he regalado. Parece que le ha emocionado un poquito.
Cerró la puerta de la consulta con una sonrisa. Acababa de recibir un mensaje con un número de nueve cifras y la noticia que llevaba tanto tiempo anhelando.
Antes de salir, había recorrido con la vista empañada y el corazón encogido las paredes y estanterías del despacho. Diplomas, fotografías, sus enormes tomos de fisiología, su vademécum… Tantos años, tantos recuerdos, tantas historias.
Un destello nítido torció su expresión. Aquella vez que no pudo hacer nada. Ese interminable cuarto de hora de RCP, desde el desvanecimiento hasta la llegada del SAMUR. La impotencia. Esa que había sentido otras veces en su quirófano, cuando no había conseguido ganar el pulso a la implacable parca. Pero si era justo consigo mismo, eran muchas más las ocasiones en que había marcado una línea infranqueable, emulando al gran mago blanco de El Señor de los Anillos frente al balrog en el puente de Khazad-dûm: «Regresa a la sombra. NO-PUEDES-PASAR».
Siempre se tomó medio en broma medio en serio cuando su hija profetizaba: «Morirás con la bata puesta». Ahora ya no hacía falta.
Volvió a leer el mensaje para cerciorarse de que no era solo un sueño. Pero allí estaba. No había mejores manos en las que dejar a sus pacientes.
«¡Abuelo! Aquí está por fin: mi número del Colegio de Médicos. Esta misma tarde te tomo el relevo».