Hace años leí La hija del
caníbal, de Rosa Montero. Uno de esos libros que sabes que te han gustado
porque mucho tiempo después sigues recordando pasajes. El argumento no me
pareció gran cosa. Lo que lo convierte en un libro memorable son todas las
píldoras de reflexión sobre la vida que van salpicando la narración.
En él se plantea una teoría sobre la naturaleza humana con
la que estoy completamente de acuerdo. A ver si soy capaz de explicarla a mi
manera.
Tomemos la humanidad como una enorme campana de
Gauss. En un extremo (no voy a decir a la derecha o a la izquierda, no vaya
a ser que alguien lo malinterprete), gente mala. El lado oscuro, la zona negra. Ya escribí
aquí que siempre intento rascar en los motivos de “los malos”, en qué les ha
dibujado así. Pero es cierto que existe la maldad, y que existen las personas
que disfrutan haciendo daño a los demás. En el extremo contrario, el blanco, las
personas incondicionalmente buenas. Aquellos que son bondadosos, honrados,
leales. Sea cuales sean las circunstancias que les rodean. Esos que corren el
riesgo de ser considerados “tontos” cuando los únicos tontos son aquellos que
no entienden que la bondad es una bellísima virtud. Yo los llamo ángeles, o
luces blancas. Porque iluminan a quien tiene la capacidad de descubrirlas. Y cuando te ves reflejado en ellas te devuelven una imagen
más limpia, mejor. Que te hace querer sonreírle al espejo y tener mejor
aspecto, especialmente por dentro. Porque son espejos especiales, que no se quedan en reflejar la superficie.
En los extremos está la minoría, una pequeñísima parte del
total. El resto se ubica (nos ubicamos, me incluyo) en el medio. La zona gris.
Unos más cerca de los buenos, en el gris claro. Otros más cerca de los malos, el
gris feo, muy oscuro. Pero siendo al fin y al cabo seres absolutamente normales
que hacen las cosas mejor o peor en función de las circunstancias o las
oportunidades que se les presentan. Para quien no la haya visto, Crash (Paul Haggis,
2004) lo ilustra perfectamente. Historias cruzadas en las que se presentan
personajes fácilmente etiquetables como “buenos” o “malos” a los que el
desarrollo de los acontecimientos les lleva a la zona de la campana que a
priori no les corresponde. Personas aparentemente malas que terminan haciendo
buenas acciones o, para compensar el equilibrio universal, buenas personas que
pueden llegar a hacer cosas terribles. Hechos.
A veces, elementos externos (tormentas, terremotos)
resquebrajan el suelo de nuestra zona natural de la campana y te ves arrastrado
hacia otra sin posibilidad de agarrarte a un seguro. La vida es tremendamente
caprichosa. Y no voy a decir difícil porque el otro día me pusieron en mi
sitio: la vida de un niño en Somalia es difícil. El caso es que esos caprichos
desencadenan tsunamis, hacen que volcanes entren violentamente en erupción y
los que en condiciones normales están en el lado de los buenos, o muy cerca, se
encuentren a sí mismos demasiado lejos, perdidos en un terreno que no dominan.
Haciendo aquello que en otros era censurable. Llámese mentira, traición, daño,
manipulación, o cosas incluso peores.
Afortunadamente, el suelo antes o después deja de temblar, y
antes de que la naturaleza se rebele de nuevo es importante ponerse en marcha
lo antes posible y hacer todo lo necesario para volver al lugar que te
corresponde. Sobre todo si ese lugar es el gris claro.
Es determinante la manera de afrontar ese camino. Sin convicción, será fácil hundirse en el Pantano de la Tristeza. Si vamos cargados de miedo, cualquier elemento será una amenaza y es muy posible que el camino se quede a medias. Y si los pasos los dirige la culpa, todo el recorrido se convertirá en una condena.
Pero todo eso, aún siendo importante, viene después. La
cuestión es darse cuenta de que hay que empezar a andar, primero. Antes de que
la sustancia negra pase de fuera a dentro. Y, segundo, hay que discernir cuál
es la dirección en que hay que dar el paso para no avanzar hacia un gris cada
vez más oscuro.